31 de julio de 2009

Baracoa ( la pintura es de Roel Caboverde, pintor cubano nacido en la ciudad de Baracoa, de la cual es aún residente, una excelente persona)


Baracoa

Ningún huracán te ha recorrido
sin haberse querido dormir a tu lado,
ya que no hay necesidad ni voluntad para dejarte,
hoy los pájaros vuelven para recordármelo.

No tendría que haber mojado mis pies en tu orilla
no debería haber dejado que me cantes tus olas
todavía no me expliques que te has ido también tú
que te has olvidado de tus caprichos de tierra y agua
porque en el mundo no cabrían dos seres tan cobardes

aunque seguro recordarás mi mirada de amor puntual,
el de toda hora.

24 de julio de 2009

Su primer vagón

Lo único que los unía (hasta ese momento) era un túnel negro y dos sonidos. Él subió en su estación de siempre, ella una estación después. Eligió el primer vagón porque no le gustaba ver a las paredes retroceder, sino que necesitaba avanzar y ver lo que se aproximaba. Ella eligió el primer vagón por casualidad, ya que le daba la sensación de que siempre venía más vacío que el resto. Aunque era una impresión, ya que le costó subir como todos los días, como a todos los vagones. La vió entrar y todos los sonidos subieron al espacio o se escondieron en las paredes. Ella no lo vió, aunque supo de su olor enseguida como si lo hubiese imaginado.
No se conocían, nunca se habían visto, y ahí estaban. Si ella no hubiese frenado a ver los pájaros, si él no hubiese escapado antes de su trabajo… pero ahí estaban. Ella miraba por la ventanilla y soñaba que volaba por las vías. Él disimulaba un dolor de cuello y giraba la cabeza en dirección a ella. Parados uno al lado del otro, se rozaban las alas. Él temblaba, ella temblaba. Si él miraba, ella giraba estruendosamente su cabeza para seguir volando por las vías. Si ella miraba, él giraba estruendosamente su cabeza y así desaparecía el dolor inventado.
Y como ahí estaban, en el primer vagón de aquel subte violeta, rojo y azul, con humo amarillo y con vías verdes, al fin decidieron quedarse una semana mirándose. Algunos todavía dicen que fueron dos estaciones, pero ellos sabían del paso de otro tiempo.
Y ya pestañaban juntos de tanto mirarse, y se conocían nomás por la ternura en cada rostro. Y se besaron, exclusivamente, por amor al beso, sin hablarse se besaron en aquel primer vagón de ese subte (ya naranja de tanto encuentro casual), que empezaba a despegarse de las vías de luces turquesas, meterse por una puerta con su respectivo cartel de salida, y dejar atrás lo conocido.
Ella se bajó en la estación Piedras, y antes le dijo: “me llamo Daniela”.
Él con la vergüenza típica de los vagones llenos de gente, le susurró al oído: “mi nombre es Emilio” y continuó su viaje hasta Plaza de Mayo.

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