29 de mayo de 2009

La vieja

No olvidaré las sensaciones
que se le juntaban en el entrecejo.
En cada mejilla dos líneas
que al chocarse con la boca,
la convertían en otra H sin nombre.

Un árbol en el mentón y en la frente
cientos de renglones perfectamente escritos,
martirio de las palabras pensadas
y no-dichas.

Los ojos tristes, empapados,
como dos jóvenes pájaros en la intemperie y la tormenta.
Cada uno con una lágrima debajo,
que nacía prudente al abandonarlos,
ramas derrotadas al pié de estas aves
creadas para ver,
hechas para llorar.

El cuello caía como dormido,
y le colgaba hasta el pecho
que lo recibía como las piedras
reciben un salto de agua.
Las manos,
sin gesticular,
contaban hasta las historias inventadas.

El corazón, como yo, lo había perdido torpemente.

Los pies duros, arraigados de caminar por las pendientes.
La espalda era una montaña erosionada,
la cabeza solo se levantaba
como el sol por el valle,
para mirar por arriba de las miradas.

Noches en que no voy a olvidar ni una palabra que le escuché decir al cuerpo,
supe que no había motivo para mortificar al tiempo ni a los culpables del mundo,

ni diccionario más mortal que el de la vida.

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